domingo, 22 de abril de 2018

200 aniversario Karl Marx:Rafael Fraguas "Marxismo y Estado"




Marx y el Estado

Rafael Fraguas


La figura y la obra de Karl Marx (Tréveris, 1818-Londres, 1883), dos siglos después de su nacimiento, estampan sobre la Historia de la Humanidad su poderosa rúbrica en sus dimensiones humana, social, económica y política. De esta última, los análisis del pensador de Tréveris sobre el Estado fueron los más influyentes y, al mismo tiempo, los más susceptibles de ser perfeccionados de cuantos con tanta desenvoltura vislumbrara. Para adentrarse en el estudio del Estado, Marx tomó como referencia la obra de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, del cual fuera seguidor apasionado y crítico durante la primera parte de su vida intelectual, que cabría situarla hasta la bisagra del año 1854 y que fuera conocida como correspondiente a la del llamado “joven Marx”.

Hegel había abordado el análisis estatal partiendo de una serie de reflexiones lógicas basadas en la dialéctica, una forma de conocer pergeñada ya por Heráclito y desarrollada por el pensador alemán, consistente en encarar racionalmente la realidad mediante la consideración de que es sustancialmente dinámica y que su despliegue obedece a una confrontación de consecutivos estadios contrarios. Estos, en un momento inicial, se manifiestan y afirman; al poco, y en otro momento de su desarrollo, se ven negados y contradichos; al cabo, tras integrar elementos de ambas fases contrapuestas, culminan y adquieren rango de plena racionalidad en una síntesis o salto superador de ambos momentos opuestos: metafóricamente cabría explicar la dialéctica de una manera similar a la que señala que en la semilla se halla ya, en potencia, el árbol; crecimiento y floración atraviesan momentos contradictorios que se fundirán, integrados, en el enhiesto vegetal fruto de tal desenvoltura. Tal cual es el discurrir de la dialéctica.

Hegel, confusión de realidad y lógica

La aplicación a la realidad de este método de conocer, desde una perspectiva social e histórica, fue la fértil reinterpretación dada por Marx a una herramienta tan dinámica renacida por Hegel; aunque, solo gracias a la mirada marxista, resultaría ser capaz de dar a conocer las leyes que presiden el despliegue de la Historia humana y de cuya explicación en tales términos Hegel, que la había aplicado en otras esferas de su pensamiento, se había apartado abruptamente. Fue el caso del Estado. Hechizado por la consistencia del concepto estatal, construcción política producto de históricas relaciones de fuerzas, Hegel traicionaría su propia dialéctica. Su “traición” consistió en confundir la esfera de la lógica con la de la realidad social misma, colocando aquella por encima de ésta, de manera que privó a su sistema de pensamiento de aplicar la potente luz de la dialéctica, por él redescubierta, sobre el Estado. Así, en vez de fijar lo estatal a la sociedad humana en su desarrollo, como predicado de ésta, lo exaltó y emancipó para vestirlo con el ropaje del Espíritu, al que convirtió en sujeto del devenir y de la Historia. De ahí que Hegel asociara al Estado con la más elevada manifestación del Espíritu Absoluto, para acabar así por divinizarlo -señaladamente al Estado prusiano-, como culmen, término y estación final de la Historia humana.

El Sujeto, el protagonista de la Historia, no era pues el ser humano, ni su sufrimiento, ni su lucha por la existencia, como Marx teorizaría después, sino que, según Hegel, quedaba convertido en objeto subsidiario de un Ente metafísico sacralizado y endiosado, que venía a revenir en sí mismo: el Estado hecho Espíritu. Dios reaparecía encarnado en la forma política suprema. Pese a su torrencial potencia lógica, la dialéctica de Hegel se abandonaba y abismaba así en caída libre hacia una ciénaga metafísica, cuyo desagüe quedaba obstruido por el inquietante fenómeno estatal.

Clase dominante, clases dominadas

Marx, con preclara lucidez, invirtió los términos de la ecuación hegeliana y situó como sujetos de la Historia a los seres humanos, erigidos en sociedad. Según Marx, la vida de los seres humanos se despliega dialécticamente, contradictoriamente, mediante saltos, llamados modos de producción, surgidos a partir de las condiciones concretas en las que se desenvuelve en cada fase histórica la lucha por la existencia. Esta lucha, a su vez, condiciona las formas del pensar, del conocer y del poder mismo. En ese incesante combate, surgirán clases dominantes y dominadas, con intereses enfrentados y en lucha.

La clase dominada, proletaria, se verá yugulada y oprimida por la clase que se alza con la hegemonía económica, política e ideológica: la clase burguesa, dueña del capital, del que obtiene un poder omnímodo, cosechado gracias al robo de la plusvalía derivada del trabajo proletario asalariado. La clase parásita burguesa esgrimirá hacia sí misma y para conseguir sus fines, un instrumento supremo de poder y de fuerza: el Estado. En base a ello, Marx sentenciará: “el Estado es el Consejo de administración de la clase burguesa”.

Pero el proletariado, clase mayoritaria, será en boca de Marx la única clase capaz de protagonizar una lucha por la igualdad social, la justicia y la libertad que culminará con la emancipación de todo el género humano de cuantas ataduras le esclavizan, señaladamente el capitalismo y su Estado, el Estado burgués, que vive de reproducir la desigualdad social. Por ello, el pensador alemán propondrá, como cuestión vital, la organización de la clase proletaria en un partido para sí, vertebrado en torno a la conciencia de clase, que dirigirá la lucha hacia el derrocamiento de la burguesía –señaladamente la del Estado burgués-  y la emancipación del género humano en su conjunto mediante la erradicación, en clave comunista, de toda forma de explotación y desigualdad social. Si la creación de la riqueza es un proceso colectivo, ¿cómo se explica que la apropiación de la riqueza sea privada?, se preguntaba. Ahí surge otro de los hallazgos marxianos: “las ideas dominantes suelen ser las ideas de la clase dominante”, es decir, los que dominan son capaces de imponer su ideario y sus valores sobrer los dominados, mediante los aparatos ideológicos, desde el cine, a los medios, la radio-televisión  y el control de le tecnología, que ha irrumpido descontroladamente en nuestras vidas. Pese a sus potenciales ventajas, la tecnología suprime el espacio y el tiempo humanos y crea un escenario virtual que a la postre, favorece al capital, principal beneficiario de esa virtualidad tecnológica.

Intersticios

Marx concebía, no obstante, a la clase burguesa de manera algo mecánica, hasta el punto de no desarrollar en demasía la idea de la existencia de muy agudas contradicciones en el seno mismo de esa clase explotadora y de su Estado burgués. Por tales contradicciones e intersticios, la lucha política del proletariado puede adentrarse, enfrentando entre sí a las distintas fracciones de la clase burguesa, que riñen duros combates internos por la hegemonía del capital y del poder estatal, con intereses en ocasiones muy divergentes. Estos huecos van a permitir al proletariado organizado el avance de su lucha emancipadora, mediante alianzas y confrontaciones, según teorizara el marxista griego Nikos Poulantzas.

Las expectativas depositadas por Marx sobre la clase obrera, su conciencia de clase y su organización, pese a numerosas victorias arrebatadas por doquier al capitalismo y al imperialismo, su forma suprema de explotación, se verán objetivamente retardadas por el potente pertrechamiento militar, económico e ideológico de la burguesía, pese a sus distintas y antagónicas fracciones de clase, mediante la impregnación esparcida hacia el conjunto social de su ideología individualista, enemiga del progreso y de la libertad, capaz de reproducir la desigualdad hasta extremos insospechados de inhumanidad y opresión, como los que hoy aplica el neoconservadurismo aliado del neoliberalismo. Aunque las concepciones de Marx sobre el Estado encontrarían desarrollo en Lenin, éste tampoco se desprendió plenamente del impulso antiestatal y libertario del marxismo primigenio.

Luchas obreras y campesinas

Pero las históricas luchas sociales y sindicales de la clase obrera y del campesinado, como expresión de la irrupción política del mundo del Trabajo frente al mundo del capital, han impuesto al Estado burgués evidentes limitaciones en clave social y democrática. Ello, además de las tendencias monopolistas del capitalismo financiero, ha determinado su puesta en fuga; por ello se plantea ya la destrucción y vulneración de toda forma de organización política, el Estado incluido, para reemplazar definitivamente a la sociedad por el mercado, un mercado de intercambios desiguales, falso pues. Donald Trump sería la expresión actual de tal intento del capital financiero por acabar con la política.

Es entonces cuando l@s trabajador@s necesitan más que nunca apropiarse de la política como arma de transformación socioeconómica y se plantean la necesidad de exigir al Estado pretendidamente social y democrático que despliegue la labor de arbitraje que, por necesidades de imagen hoy, tantas veces se arroga. Y el Estado se aviene, siquiera formalmente, ante la imposibilidad de mostrarse abiertamente como mero gestor de los intereses de una sola clase, la burguesía propietaria y gestora del capital. El Estado, al ocultar su condición de gestor de la clase burguesa, muestra que necesita más que nunca presentarse socialmente como equilibrador de tensiones e intereses sociales contrapuestos; en definitiva, como supremo árbitro político entre la esfera de la vida privada y la esfera de la vida pública.

Micropoderes

En cuanto al poder hoy, una pléyade de micro-poderes no contemplada por el marxismo primigenio y estudiada por el pensador Michel Foucault, ensartada en las capas más hondas de la sociedad, fundamenta por doquier numerosos circuitos de explotación. Son los que convierten la lucha política emancipadora en una gesta de una complejidad extraordinaria, que no se agota en el mero apartamiento de la burguesía y del Estado burgués del poder político y económico, sino que demanda su derrota plena, también en el ámbito de la Cultura.

Las innovaciones teórico-prácticas sugeridas no llegan, sin embargo, hasta el punto de erradicar la lucha de clases como motor del desarrollo histórico, realidad crucial del pensamiento marxista. La política estatal en clave social, concebida como fusión indisoluble de teoría y práctica revolucionarias, seguirá siendo, paradójicamente, la principal herramienta para extinguir del todo aquel poder del Estado burgués, como acérrimo defensor de los intereses de la clase dominante y diluir aquel poder en una sociedad sin clases, verdaderamente humana, social, igualitaria.

Marx y España

Hablar sobre Karl Marx y España es hablar de la relación intelectual -y apasionada- que mantuvo el pensador germano con un país cuyo territorio no visitó nunca, pero cuya historia y situación política estudió con la profundidad que la época y su propio entusiasmo le permitieron entonces, en la mitad del siglo XIX.

Los escritos de Marx sobre España son once crónicas de mediana extensión publicadas entre 1854 y 1856 en  New York Daily Tribune, que toman como punto de arranque la sublevación de los generales Leopoldo O’Donnell y Domingo Dulce y Gara conocida como la Vicalvarada en 1854; más otras dos crónicas sobre el golpe de Estado protagonizado por el general canario dos años después de finalizar aquellos escritos, en 1858, y el artículo denominado “Bolívar”, tangencialmente referido a España, que publicó  en 1858 The New American Cyclopedia. Asimismo, Marx publicó en TNYDT ocho de los nueve ensayos históricos que escribiría sobre España.

Por su parte su compañero, Federico Engels escribió para The New York Dialy Tribune tres crónicas sobre la toma de Tetuán por O’Donnell, publicadas en 1860 bajo el título “The Moorrish War” (La guerra mora). También abordó temas militares -muy de su agrado- referidos a España para la revista Putnam’s Magazine  en 1855  y tres años después, los artículos “Badajoz” y “Bidasoa” para The New American Cyclopedia. En 1873 Engels abordó además en cuatro artículos publicados en “De Volkstaat”, órgano de los socialdemócratas alemanes, los conflictos políticos y doctrinales respecto a la Internacional planteados en torno a la corriente del anarquismo en España, que titulo “Bakuninismo en acción”. 

A muchos sorprenderá que Marx y Engels hayan escrito siquiera algo sobre nuestro país; pero esto no es nada sorprendente sino  que se trata de una manifestación más de la desidia, la censura y la autocensura, no sólo política sino también cultural, que se ha interpuesto entre el lector/la lectora españoles y el gran pensador alemán nacido en la ciudad renana de Tréveris en 1818 en el seno de una familia judía convertida al protestantismo luterano. Marx fue bautizado en 1823. Estudiante en Bonn y Berlín, de Derecho primero, de Filosofía después, culminó sus estudios filosóficos con una tesis sobre Epicuro y Demócrito que le otorgó un amplio conocimiento sobre el materialismo en particular y el pensamiento clásico en general. La represión política e ideológica en Alemania le truncó una carrera académica evidente. Con 24 años, sus dotes de polemista y su laboriosidad erudita le dotaron de un prestigio universitario académico muy notable.

Admiración y crítica hacia Hegel

Desde su juventud mostró una acusada admiración por el pensamiento de Jorge Guillermo Federico Hegel, cuyo ascendiente sobre el pensamiento alemán era a la sazón enorme, si bien se atrevió a cuestionar la deriva metafísica de su discurso para trocar su Dialéctica en la metodología, en clave materialista y desprovista de elementos metafísicos, de su propia teoría y praxis. El Periodismo le procuró algún sustento, si bien su vida y la de Jenny von Westphalen, su compañera, de familia noble, hija de un ministro del gobierno prusiano, con la que tuvo seis hijos, sufrió numerosas vicisitudes por la pobreza, la emigración forzosa y la persecución policial, en medio de una existencia dedicada a la militancia obrera y al internacionalismo, del cual sería uno de sus principales teóricos, como redactor de los estatutos de la Primera Internacional y del Manifiesto Comunista, sólo siete años antes de escribir sobre España.

Cuando Marx encara sus escritos sobre España, a los 36 años de edad, se encuentra ya en la víspera de sus principales hallazgos sobre la Economía Política, preludio de sus obras más importante, El Capital, cuyo primer tomo salió de la imprenta en 1867.  Dos años después de su muerte, acaecida en 1883, su amigo Federico Engels hizo publicar el segundo tomo en 1885 y el último se publicó en 1894. 

Las traducciones de la obra de Marx al castellano han sido globalmente consideradas de baja calidad –curiosamente el dirigente del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM)  Andreu Nin tradujo en 1929 una parte de estos escritos del pensador germano sobre España- hasta que las abordaron las editoriales iberoamericanas, a partir de los años 50 del siglo XX. No obstante, desde 1873, la primera publicación marxista fue “La Emancipación” y posteriormente lo sería “El Socialista”, en 1886.

Atraso intelectual en España

Asimismo, la formación  filosófica y científica de Marx mostraba unos ingredientes de cosmopolitismo, erudición en clave anglosajona y diversidad –y también de germano-centrismo - en verdad incomprensibles desde los parámetros, un tanto provincianos, de la clase intelectual española coetánea, muy influenciada por el escolasticismo. Este desconocimiento se prolongó hasta mucho después. Valga de ejemplo el hecho de que, incluso de la Generación del 98, la de mayor peso intelectual en la España inter-secular, únicamente Miguel de Unamuno conoció de manera directa y con cierta profundidad la obra de Marx y tal vez el escritor alicantino Gabriel Miró, el único también que conocía la obra de Sigmund Freud.

El nexo intelectual que aproxima a Marx hacia España es la Literatura, más precisamente, la cervantina. Eleanor, la hija pequeña de su matrimonio con Jenny von Westphalen, recuerda las lecturas obligadas de Cervantes a las que se les sometía en el hogar familiar y el papel de primer icono que el escritor español alcanzaba, junto con William Shakespeare, en el horizonte literario de su padre Karl Marx, que aprendió español “precisamente para leer las andanzas de Alonso Quijano”.

Muy posiblemente, los desarrollos del concepto de alienación, entendida como falsa conciencia y tomado por Marx de Hegel, pero teñidos aquellos de una impronta propia, encontraron cabal expresión en el fenómeno de la hidalguía, magistralmente desarrollado por Cervantes en su “Ingenioso hidalgo”.

No obstante, hay una trama de asuntos políticos españoles que fascina a Marx y que él expresa en su consideración de que España añade a su cualidad de perfecta desconocida europea –en ocasiones la equipara con la también desconocida Turquía otomana- la condición de ser caja de sorpresas surtida, sin embargo, de una gran diversidad en el terreno político e ideológico. Esta diversidad alimenta la experimentalidad de su metodología dialéctica que, por cierto, no siempre aplica, más bien casi nunca, a sus estudios a la realidad española, ante la cual, en muchas ocasiones, se deja llevar previamente más por el impulso del Romanticismo alemán teñido de resonancias schillerianas y goethianas sobre el añorado Sur de Europa, que guiado por la pura cientificidad dialéctica buscada en mucha mayor medida en otros escritos suyos. Tal fascinación, en la que surge también una heroificación del pueblo español -blindado contra los poderosos precisamente por el sentido de la hidalguía, que él entiende también en clave de dignidad nacional- brinda a Marx un escenario donde lo mejor de su imaginación política se desboca y proyecta sobre el pueblo español una secuencia de anhelos, como potencial sujeto revolucionario, más que una serie de evidencias. En la base popular del carlismo situará Marx ingredientes revolucionarios, atribución para muchos de nosotros hoy incomprensible, a no ser que el análisis nos lleve a los vínculos existentes entre el carlismo y la primera Euskadi Ta Askatasuna, ETA, algunos de cuyos militantes de la primera hora procedían del carlismo.

 En el origen de la fascinación marxiana hacia nuestro país  -Marx no se muestra propia y metodológicamente marxista al estudiar España, salvo en contadas ocasiones- se encuentran las libertades de las ciudades medievales peninsulares, singularidad que, junto a las Cortes también medievales, se convierte en piedra angular de toda su argumentación sobre los procesos políticos españoles.

Para explicar esta particularidad, Marx se remonta hasta las peculiaridades de la Reconquista contra el Islam ya que, a medida que  aquel proceso iba incorporando territorios recobrados y se formaban nuevos enclaves, las ciudades se iban dotando de fueros, de leyes propias y estatutos que las iban autonomizando de los monarcas y/o de la nobleza. De esta manera, establece Marx, se llega a la Edad Media en España con una país poblado por ciudades libres que, pese a quedar integradas en el primer Estado moderno con el Renacimiento, con la unificación impuesta a sangre y fuego por los Reyes Católicos, nunca llegarían a ver superado el problema de la centralización estatal, a semejanza de la mentada Turquía, escindida entre los feudos de numerosos pachás, y a diferencia de otros Estados europeos de formación más tardía, pero ya centralizados como la propia Francia. A su juicio, el paso del Estado feudal al Estado absoluto en España no trajo, como en otros países europeos, una cierta igualación civil de la ciudadanía mediante la extensión de la ley generalista frente a las leyes locales, aquí llamadas fueros, sino que nunca trascendió a ese nivel de generalidad  observado en países como Francia.

Un ejército progresista, luego pretoriano

Otro de los elementos de fascinación de Marx hacia España ha sido el Ejército al que, desde la Guerra de la Independencia y hasta los mandatos de Leopoldo O’Donnell, considera recipiendario y depositario del “espíritu nacional” –que presumiblemente concibe en una dimensión potencialmente revolucionaria por su energía patriótica concebida a su vez en clave romántico-germana a la manera del discurso de Fichte-. Y ello toda vez que la desaparición por la fuerza de las libertades de las ciudades, consumada a partir del reinado de Carlos I, arrebata a la incipiente burguesía local hispana la posibilidad de encarnar aquella encomienda nacional en una clave civil que pasa, pues, a manos castrenses.

Hay aquí un rasgo muy interesante, ya que Marx otorga al Ejército español, hasta después de ser rebasada la mitad del siglo XIX, un papel progresista por su conciencia nacional y por su lucha contra la invasión napoleónica, donde el pensador alemán vio la oportunidad - desafortunadamente perdida- para haber consumado en España una revolución auténtica, fracaso que atribuye a las contradicciones no resueltas entre las dos alas, reaccionaria y progresista, floridablanquista y jovellanista, respectivamente, de la Junta Suprema Central, erigida combinadamente, con impulso popular, burgués y aristocrático, ante la irrupción de las tropas de Napoleón en territorio español.

El desenlace militar de la invasión francesa de España es visto por Marx como “expresión de la vitalidad de un pueblo al que se creía dormido desde la pérdida de sus libertades”, pueblo cuya bravura ensalza por su potencial transformador y revolucionario. No obstante, la atracción de Marx por la Vicalvarada, el alzamiento militar emprendido por O’Donnell y Dulce en 1854, tiene su fundamente en que cree ver en él la manifestación pre-revolucionaria más relevante sobrevenida en Europa después del fracaso de la revolución de 1848.

Otro punto de vista muy original es el que Marx proyecta sobre la Constitución de Cádiz de 1812, llamada La Pepa, en la que él observa una originalísima síntesis de los viejos y libérrimos fueros ciudadanos, las necesidades del antiguo régimen y los anhelos del incipiente liberalismo, con chispazos revolucionarios y concesiones a tradicionales anhelos populares, que identifica con el mantenimiento a machamartillo de la religión católica como religión de un Estado confesional, donde la libertad religiosa y de cultos no existe.

Involución

Pese a apuntar sus aspectos endebles, Marx se sorprende de la reacción causada en Europa por la promulgación de este texto constitucional español, ya que desde los círculos continentales más reaccionarios era contemplada como “la expresión más incendiaria del jacobinismo”, percepción que espoleó en el Congreso de Verona el intervencionismo de las potencias reaccionarias en España a través del ejército que sería llamado de los “Cien mil Hijos de San Luis” y que en 1823 indujeron una involución retrógrada de la política en la España de Fernando VII, repuesto por aquellos en el trono. Marx admite el potencial revolucionario que aquel texto fundamental, a juicio suyo, albergaba.

Con todo, Marx señala que la pujanza del liberalismo pre-revolucionario se vino abajo a consecuencia de que nadie, en el ámbito liberal y progresista, supo integrar las  energías ideo-políticas de la ciudad con las del campo. Llegada la ocasión, las gentes del ámbito rural decidieron alinearse con el Ejército, ya convertido en institución meramente pretoriana,  en mucha mayor medida que con los incipientes partidos políticos liberales capitalinos y señalada y exclusivamente urbanos, débiles y confusos al respecto de tan crucial asunto. El liberalismo urbano no supo integrar al campo en su proyecto político, menoscabado asimismo por la excluyente hegemonización, por parte de la alta burguesía, de las desamortizaciones de los bienes de manos muertas de la Iglesia que comienzan ya bajo el mandato de Godoy, en torno a 1794 y que causaron un fortísimo y adverso impacto en el campo, por falta de alternativas económicas burguesas a la nueva situación creada.

Los espadones

Empero, con genial perspicacia de largo alcance, Marx columbra ya el rumbo de los acontecimientos que sesgarían la política española finisecular y también las dos terceras partes del siglo XX, habida cuenta de la imparable autonomía política adquirida por un Ejército inicial y potencialmente liberalizador pero, paulatina e inexorablemente convertido en pretoriano, dada la endeblez de la sociedad civil española. El estamento castrense sería principal causante de siglo y medio de arbitrarias tribulaciones infligidas al pueblo español por numerosos espadones singularizados también por un apoliticismo demoledor cuando no por un irracionalismo palmario o un rotundo oportunismo: Espartero, Narvaez,  Prim, Serrano…. Este proceso adquiriría luego ecos similares, salvando las distancias, en la Iberoamérica de la pos-independencia donde, hasta bien culminado el siglo XX, ha sido una rotunda y desgraciada evidencia la preeminencia social del estamento militar, en tantos países del sur-continente, cuyas estructuras sociales, signadas por la debilidad burguesa y la falta de proyecto político aparejado a su desvinculación fiscal, vertebraban a sus respectivos ejércitos como columnas vertebrales estatales y políticas únicas.

La primera introducción de Marx en España la hace Jaime Vera, el médico vasco y germano-hablante vinculado a Pablo Iglesias como ideólogo y cofundador socialista. Anselmo Lorenzo, como el fundador Iglesias, conocerían algunos de los textos de Marx, incluso el dirigente anarquista visitaría en Londres al pensador y político alemán, donde quedaría ante él anonadado, pero, sobre todo, sus tomas de posición política en la Primera Internacional, donde surgió la escisión entre comunistas marxistas y comunistas anarquistas, más precisamente bakuninistas, que resultaría especialmente importante en España por el rumbo que adoptaron los acontecimientos y que décadas después darían la hegemonía sindical al anarquismo y debilitarían las posiciones socialistas más afines al revisionismo.

Fue sobre todo Engels, compañero de Marx, quien analizaría en 1873, en un ensayo, este grave asunto, que se sustanció en el Congreso de la Internacional de La Haya, de 1872, con la expulsión de Bakunin, Guillaume y cuatro de los cinco representantes de España en la Primera Internacional, entre ellos Tomás González Morago, Nicolás Alonso Marcelau y el francés Charles Aleini. El quinto representante de la Internacional en de España era Paul Laffargue, yerno de Karl Marx, que se mantuvo adscrito a la corriente comunista marxista. Engels atribuía la expansión anarquista en España al apoliticismo y aventurerismo de los dirigentes sindicales obreros de inspiración bakuninista con amplia influencia en el sur de Europa, Fanelli, por ejemplo,  señaladamente italianos y españoles, frente al politicismo de los ingleses, franceses y alemanes. Sus críticas contra el cantonalismo cartagenero de inspiración  bakuninista e intransigente son demoledoras.

Con todo, cabe añadir que en España, pese a lo que se ha dicho y escrito hasta ahora, el marxismo fue tan solo nominalmente caballo de batallas de ideas y de confrontaciones políticas, entendidas éstas como verdaderamente metodológicas, que es el terreno sobre el cual se dirime, siguiendo a Gyorgy Luckàcs, el problema de la ortodoxia marxista.  Hay que subrayar, siguiendo a Manuel Sacristán, que Marx en sus escritos sobre España antepone en sus explicaciones los factores superestructurales o ideológicos a los económicos o infraestructurales, en un alarde de torsión o inversión ideológica sobre su propio método que, en realidad, antepone estos a aquellos.

La explicación de esta inversión cabe situarla en que Marx, a la sazón, aunque ya ha pergeñado el discurso de la determinación estructural en su libro Contribución a la crítica de la economía política, parece no sentirse aún capaz de aplicar su propia metodología a la realidad española y ello debido, con certeza, a la inseguridad que experimenta en cuanto a sus conocimientos históricos sobre España, “posiblemente la mayor desconocida de Europa”, según él mismo escribe.

Superficialidad

La superficialidad, tan capilar, de la penetración marxista en las clases progresistas españolas se debe entre muchas otras razones -y en mi opinión personal- a un problema político-cultural, fruto de un más grave aún problema político. Y fue que los años de la posible influencia del pensamiento marxista en España coincidieron con los de la germanofilia pro-prusiana de los sectores más reaccionarios de la política española influida por aquéllos desde la guerra franco-alemana de 1870 y hasta los albores de la Primera Guerra Mundial. Quienes hegemonizaron en España la germanofilia fueron estos sectores reaccionarios frente a los dirigentes políticos y sindicales de los sectores populares que, ante el militarismo hegemonista prusiano, optaron por alinearse con los regímenes democratizantes de Francia y Gran Bretaña o bien por abstenerse. Por otras parte, no todo el abanico de izquierda sintonizaba con los denominados aliados franco-británicos, habida cuenta del intervencionismo, a veces insoportable, de Londres en la política española, desde que en las guerras napoleónicas miles de jóvenes británicos acudieran a luchar en España, muchas veces de forma heroica, en las huestes del duque de Wellington, contra el altanero Bonaparte, a quien contribuyeron a derrotar.  A partir de entonces, la vieja rivalidad británica pasó a ser injerencia abierta en todos los procesos políticos españoles dotados de cierta envergadura o alcance estratégico.


Con evidente visión de largo alcance, Marx descubre la oculta irrupción de Londres y, curiosamente también, la del  zarismo de Moscú en el seno de la política interior española dentro de un esquema de confrontaciones donde la rivalidad entre Francia e Inglaterra, sin olvidar la presencia tras las bambalinas del poder emergente de Estados Unidos, componen para él claves ineludibles de interpretación de lo que sucede en Madrid desde el fin de la ocupación napoleónica.

Por otra parte, para la izquierda, los obstáculos al desarrollo del marxismo son innumerables: el control eclesiástico de las principales instituciones enseñantes; el discurso escolástico dominante; la endémica debilidad teórica de las cúpulas dirigentes sindicales y políticas españolas; su elevado practicismo; el desdén hacia los intelectuales; el obrerismo superficial y la endeblez de las líneas de pensamiento pequeño-burguesas, mayor aun en las no burguesas, determinaron para el marxismo en España un horizonte muy limitado de expansión, menoscabado además por el fracaso de la revolución llamada Gloriosa, en 1868, la mediocridad ideológica de la Restauración y la autonomía política ya plena del Ejército como una fuerza exclusivamente pretoriana con capacidad de juego en las disputas dinásticas e ideológicas, como demostraría el franquismo. Esta inquietante autonomía política castrense, consagrada por la ley de Jurisdicciones de 1906, abriría la puerta a la dictadura de Primo de Rivera primero y  llevaría después al poder al general Franco y no cesaría, siquiera formalmente, hasta la consolidación de la democracia tras culminar la Transición, con coletazos como el intento de golpe de Estado el 23 de febrero de 1981.

España, hoy

Hoy asistimos a una apropiación del Estado por parte del capital financiero, que intenta desproveer al Estado español de muchas de las funciones sociales que debe satisfacer en la enseñanza, la sanidad, las jubilaciones, la discapacidad, la asistencia y los cuidados a personas con disfunciones psicofísicas. Un tercio de la clase media española ha dejado de ser clase media desde el origen de la crisis, pasando al proletariado. Veinte de cada cien trabajador@s, pese a tener trabajo, son pobres. La mitad de la juventud vive en el paro.

El capital financiero es improductivo; vive de y para la especulación; genera la corrupción, que ejerce si freno y proyecta contra los sectores más débiles de la población: parad@s, mujeres, ancian@s, pensionistas. Ello se debe a que las prácticas del capitalismo financiero –la llamada ingeniería financiera- han sido invadidas por las prácticas procedentes del crimen organizado, tal como definen la justicia a los procedimientos mafiosos que vemos surgir en: la corrupción política, electoral, gubernativa -900 cargos políticos del PP imputados-; en la esfera inmobiliaria; la construcción; expoliando el medioambiente; en el deporte (¿qué son esos contratos de 200 millones de euros por un futbolista si no blanqueo de dinero ilícitamente adquirido?); el espectáculo; en los paraísos anti-fiscales; en las universidades privadas; en la prostitución y en la venta de estupefacientes y de armas…

Ese capitalismo amoral se enriquece con las guerras que induce cada cierto tiempo para recobrar la tasa de ganancia, cuando ésta adquiere tendencias menguantes. Hoy vivimos la víspera de una conflagración mundial alentada por el principal representante de ese capitalismo inhumano al que el pueblo estadounidense, desnortado por la insolidaridad y el individualismo, el belicismo y la apología del crimen, aventados por Hollywood, dio su voto. De los 200.000 bancos que hay en el mundo, tan solo 28 manejan el 91% de los capitales existentes y cinco de ellos trasiegan con la mitad de este monto. Cuando nuevamente el mundo agonice tras una guerra devastadora, encaminada a la venta ilimitada de armas, ese capitalismo financiero que la ha generado, ¿qué hará?¿Dónde se esconderá?

Marx preconizó en su día la organización política de las clases mayoritarias para acabar con la explotación y su ejemplo fue seguido en medio mundo. Sin embargo, desde el primer minuto de sus triunfos, las revoluciones democráticas y liberadoras, socialistas, guiadas por una idea de igualdad compartida por todas las gentes de bien, desde cristianos hasta libertarios, fueron hostigadas, boicoteadas, acosadas, desangradas por el capitalismo, impidiendo que el sentido común, la riqueza colectiva, la libertad de tod@s se desarrollara con naturalidad. En pocas ocasiones, ese sistema se vio obligado a retroceder y rendirse ante los avances económicos y sociales de las clases mayoritarias. Aplicar algunas de las enseñanzas marxistas a cada situación política concreta los ha hecho históricamente posibles y permiten columbrar, con esfuerzo y convicción,  un futuro de progreso, justicia y libertad para la Humanidad.





     


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